Hace algunas semanas el periódico La Vanguardia ilustró una noticia sobre Turquía con una fotografía del año 2004 en los que se podía ver a los miembros de mi grupo parlamentario, Los Verdes, levantado unos carteles en el pleno de Estrasburgo en los que se podía leer la palabra “Evet”, que en Turco significa “SÍ”. El Parlamento votó y aprobó ese día una resolución pidiendo el inicio de las negociaciones de adhesión de Turquía a la Unión Europea. Recuerdo a la hoy portavoz de nuestro grupo, Ska Keller, dedicada durante años a la cuestión turca, señalándome por aquél entonces el año 2020 como una fecha realista para el ingreso de Turquía en la Unión Europea.
El Presidente de Francia de aquella época, Jacques Chirac, declaró en una entrevista que Francia apoyaría ese proceso, lo que supuso un desbloqueo definitivo para el inicio de las conversaciones. Era la época en que a UE vivía una amplia voluntad de ampliación, sobretodo hacia el este.
En Turquía un joven partido cuyas siglas en turco eran AKP acababa de llegar al poder en 2002 bajo el liderazgo de un enérgico alcalde de Estambul de nombre Recep Tayyip Erdogan, que había revolucionado el urbanismo de la ciudad y la había vuelto a situar como una de las urbes más pujantes del mundo. El islamismo moderado del AKP era percibido como un factor de democratización del viejo sistema kemalista e impulsor a la vez de la perspectiva europea del país.
Se ha recordado poco estos días pero la famosa Alianza de Civilizaciones impulsada en 2004 por el Presidente Zapatero, cuyo loable objetivo era superar los años oscuros de la guerra de Irak, fue lanzada en partenariado con la Turquía islamista del AKP, que en aquél entonces era percibido como piedra angular para abrir una nueva etapa entre Occidente y el mundo musulmán.
Reconocida como candidata a la adhesión en 1999, las conversaciones para su ingreso en la UE empezaron en octubre de 2005. Pero pronto empezó todo a torcerse.
En primer lugar (hoy creo que se puede afirmar sin matices), porque Europa nunca creyó realmente en la perspectiva de adhesión. A pesar del espaldarazo de Chirac en 2005, los sectores más reaccionarios del país le forzaron a introducir un cambio constitucional que obligaría a consultar en referéndum cualquier nueva adhesión a la Unión (cosa nunca hecha hasta entonces). Recuerdo muy bien al candidato Sarkozy durante su campaña en 2007 rechazar toda perspectiva de adhesión de Turquía usando argumentos geográficos: “Turquía es Asia menor”.
Por su parte, Austria y Alemania, siempre reticentes, privilegiaron desde el inicio el estatuto de “partenariado privilegiado” antes que la adhesión. Y Chipre siempre operó como piedra en el zapato para que avanzaran las negociaciones: en 2009, los chipriotas llegaron a bloquear la apertura de 6 nuevos capítulos, incluyendo aquellos referidos al sistema judicial y los derechos fundamentales.
Pero del lado turco también emergieron enseguida problemas. Siempre se habló de la agenda oculta del AKP. Sus más acérrimos detractores hablaron siempre de su doble agenda: amable en política exterior (durante años su política exterior fue guiada por el principio de los “cero problemas”), pero fuertemente reaccionaria en el interior. Lo cierto es que en los últimos años, esos temores se han convertido en realidad, en especial tras la llegada de Erdogan a la presidencia. En el interior las libertades civiles no han dejado de retroceder, mientras la represión hacia movimientos de izquierda kurdos aumenta. Hoy Turquía encarcela más periodistas que China o Irán.
Además, este giro ha supuesto un cambio radical también de su política exterior. De la perspectiva europea y los “cero problemas”, la política exterior turca es definida hoy como la de “cero amigos”: su voluntad de reafirmarse como potencia regional emergente y la guerra en Siria le ha hecho enemistarse con toda su vecindad inmediata.
El resultado es que a día de hoy, de los 35 capítulos necesarios para completar el acceso sólo se han abierto 16 y completado uno sólo.
Dada la deriva autoritaria del régimen, en noviembre de 2016 el Parlamento Europeo pidió congelar esas conversaciones. En diciembre el Consejo decidió no abrir nuevos capítulos en las actuales circunstancias, lo que significó de facto una suspensión de las negociaciones.
Turquía sigue hoy siendo sobre el papel un candidato a la adhesión, pero de facto hace tiempo que dejó de serlo, porque ya nadie cree seriamente en esta perspectiva. Y creo que el referéndum constitucional de este fin de semana supone un punto y final. Desde un punto de vista histórico, es posible que la perspectiva abierta en 2005 se haya cerrado definitivamente este fin de semana, que marca sin duda una nueva etapa en las relaciones entre Europa y un régimen que deriva peligrosamente hacia el autoritarismo.
La pregunta que siempre quedará en el aire es si una mayor ambición europea para el acceso de Turquía a la Unión hubiera podido frenar la deriva autoritaria de Erdogan. Realmente nunca lo sabremos, pero creo que se puede afirmar que las reticencias y la torpe gesticulación europea durante años han operado sin duda como un factor de aceleración y apuntalamiento de la nueva agenda autoritaria de Erdogan, debilitando a los sectores más europeístas y democratizadores de país.
Fin a la perspectiva de adhesión. ¿Y ahora qué?
Le resultado del domingo supone una auténtica puñalada a la democracia turca. Ya nadie hoy puede negar que tras una campaña marcada por un clima de intimidación y miedo, con la prensa maniatada, el país se encamina hacia un sultanato autoritario. El comunicado de la OSCE, dando por buenas las críticas de la oposición a las garantías del plebiscito, no dejan lugar a dudas.
Sin embargo, mientras escribo estas líneas y casi 48h después del referéndum, ni las instituciones europeas ni ningún estado miembro se han atrevido a criticar el proceso. El Presidente de la Comisión, la Alta Representante y el Comisario de ampliación emitieron la misma noche un tímido comunicado en el que señalaban esperar “las evaluaciones de la OSCE sobre las irregularidades” y pedían a Erdogan que “buscara el más amplio consenso para la aplicación de las reformas”. Francia, en un tono parecido, ha recordado a Turquía sus obligaciones internacionales. Una respuesta europea concertada que evita crítica de fondo alguna y se limita a contemporizar. Y es que el vergonzoso acuerdo sobre refugiados pesa como una losa en los cálculos europeos.
Europa puede ahora elegir. Seguir esta vía, incorporando un socio más a su lista de regímenes autoritarios tolerados en beneficio del control exterior de fronteras o elegir otro camino: el de la exigencia en relación con la evaluación de los resultados por parte de la OSCE, el del apoyo a los represaliados y la revisión del acuerdo sobre refugiados. Una política que evite dar la espalda a los demócratas turcos, y que no renuncie al partenariado conjunto (hoy ya lejos de la adhesión). Ello pasa también por torpedear la agenda de Erdogan suspendiendo, por ejemplo, la muy deseada por su parte actualización de la Unión Aduanera con Europa.
Estos días nos señala Eduard Soler, investigador del CIDOB y uno de los más brillantes analistas sobre Turquía que hay en España, que este ajustado resultado es incómodo para Erdogan, y que hará emerger su faceta más agresiva, con toda probabilidad rechazando ser magnánimo como le piden los europeos en sus comunicados, porque teme que esa actitud sea percibida como símbolo de debilidad. Mirar hacia otro lado en las próximas semanas no parece para Europa una opción viable si las cosas se recrudecen.
No podemos abandonar a su suerte a los más de 23 millones de turcos que el domingo votaron NO. Sus quejas y manifestaciones estos días deben recibir toda nuestra solidaridad y apoyo. Mantener viva la llama de lo que en su día fue un ilusionante futuro compartido entre Turquía y el resto de Europa pasa hoy por defender a sus demócratas por encima de cualquier otra consideración.