(Article escrit amb Àngel Ferrero)
Los acontecimientos de estas últimas semanas en Ucrania, con víctimas civiles, formación de milicias y movimientos militares en Crimea, muestran a un país más dividido que nunca.
Después de la desintegración de la URSS, Ucrania quedó en manos de la cleptocracia postsoviética. Los clanes de oligarcas enfrentados entre sí no sólo determinaron el rumbo de la economía, sino también de la vida política, y contribuyeron a la corrupción, la falta de inversiones, el estancamiento económico, la ausencia de libertades democráticas y el deterioro de las condiciones de vida de la población. La voluntad de la Unión Europea (UE) y Rusia de incorporar a Ucrania –una nación con una identidad nacional frágil y en construcción– a sus respectivas áreas de influencia con el fin de asegurar la hegemonía occidental (EEUU-UE) o recuperarla en la región (Rusia), condujo al país a finales del año pasado a una tensión que finalmente no ha sido capaz de soportar.
Tratemos de recapitular los acontecimientos: el rechazo del Gobierno ucraniano a la firma del Acuerdo de Asociación con la UE, del que apenas trascendió nada, fue el desencadenante de las protestas del llamado Euromaidan en la Plaza de la Independencia de Kiev. El rechazo al régimen cleptocrático de Yanukóvich incendió la protesta. La represión posterior fue la que motivó las protestas que hoy conocemos simplemente como Maidán, con otros fines y otra composición social.
Las protestas tenían, desde luego, una base legítima que no puede desdeñarse. El temor, especialmente entre las clases medias urbanas, a la integración en la futura Unión Euroasiática (EUA) liderada por la Rusia autoritaria de Putin, que hubiera congelado en buena medida las relaciones sociales existentes y liquidado cualquier perspectiva de democratización del país, fue otro de los factores a tener en cuenta. La indecisión de la plutocracia, reacia a uno y otro proyecto de integración (los oligarcas ucranianos no pueden competir con los rusos y sus empresas son igualmente incapaces de competir con los consorcios alemanes), influyó en la actuación del Gobierno y contribuyó a la escalada de tensión.
Las aspiraciones de justicia social se vieron rápidamente enturbiadas por la entrada en juego de la injerencia extranjera, primero, y la infiltración de grupos de extrema derecha, después. Udar, el partido de Vitali Klitschkó (apoyado por la Fundación Konrad Adenauer de la CDU de Angela Merkel), y Patria, el partido de Timoshenko liderado por Arseni Yatseniuk, vieron en Svoboda, un partido neofascista, un ariete con el que derribar al Gobierno, empleando el elevado grado de organización y la experiencia de sus militantes en protestas violentas.
Que este guión podía no salir según el plan lo demuestra una escisión por la derecha de Svoboda, la organización paramilitar Sector Derecha de Dmitro Yarosh, que considera a aquél “demasiado liberal” y preconiza la “revolución nacional” y la creación de Estados étnicos puros. Europa no puede cerrar los ojos antes la persecución a la que están siendo sometidas hoy las minorías y las comunidades judías por parte de paramilitares de extrema derecha que actúan con total impunidad. Pero, en lugar de condenarlas, los dirigentes europeos han legitimado a estas fuerzas. ¿Cómo juzgar la fotografía del ministro alemán de Exteriores, Frank-Walter Steinmeier, sentado en la misma mesa que Oleh Tiagnibok, el líder de Svoboda?
Fue justamente Steinmeier quien dijo a comienzos de año que Ucrania no era un “asunto geopolítico”. Pero lo es, y mucho.
La UE ve en Ucrania un país de tránsito de gas y petróleo procedente de Rusia y el mar Caspio, grandes superficies de tierra cultivable y una enorme bolsa de mano de obra cualificada y barata. A ello se suma la sumisión de la política de vecindad de la UE hacia el Este a los intereses de la OTAN. No debemos olvidar que Ucrania es un capítulo más de la ampliación de la Alianza atlántica, iniciada tras la caída del Muro y después de que EEUU rompiera la promesa realizada a Gorbachov de que la OTAN no pisaría sus fronteras.
Pero ésta es la política que se ha llevado precisamente a cabo. El escudo antimisiles instalado en Europa, del que Zapatero decidió hacer correponsable a España con la participación de Rota, está diseñado como parte de un plan de contención de Rusia, y así ha quedado demostrado tras las negociaciones en Ginebra, pues si la República Islámica de Irán no supone ya una amenaza, ¿contra quién se dirige ese escudo? No es así como Europa construirá una vecindad hacia el Este que contribuya a la paz y a la seguridad internacional.
Ante la presión de la política del Gobierno ruso hacia la inmediata vecindad rusa para reconstruir el antiguo espacio de influencia soviético, el papel de la UE no es forzar a cualquier precio a que Ucrania salga su órbita para integrarse en la europea. El papel de la UE debería haber sido apoyar un proceso democrático de unidad nacional para que el país mantuviera la cohesión y las urnas permitiran un gran acuerdo nacional sobre su futuro encaje. Una futura perspectiva de aproximación a la UE sólo puede ser decidida libremente por los ciudadanos ucranianos, no forzada y al precio de desestabilizar el país.
La vecindad europea hacia el Este no puede construirse a partir de los intereseses geoestratégicos de la oligarquía alemana ni a partir de la construcción de un Hinterland de seguridad. Europa debe fomentar una vecindad pacífica, democrática y respetuosa con los derechos humanos, todo lo contrario a lo acontecido estos días en Kiev. El espacio geográfico entre la UE y Rusia no puede convertirse en un campo abierto al enfrentamiento. Los pueblos que lo habitan no lo merecen.
Europa debe ser proactiva en la defensa de la democracia y los derechos en el Este. A ello ayudaría, por ejemplo, una politíca de movilidad y de visados más favorable a los intercambios, otra política comercial que no vincule los acuerdos con la UE a los temibles planes de estabilización del FMI. Y, desde luego, apoyando a la sociedad civil democrática, no a cualquier organización política que convenga por el simple hecho de servir a los propios intereses.
El resultado final de toda la operación ha sido una mera rotación de élites: Yanukóvich por Yatseniuk. El Parlamento aprobó en cuestión de horas una batería de leyes, entre las cuales la eliminación de la cooficialidad del ruso, y llegó incluso a proponer la prohibición del Partido Comunista. La respuesta de Rusia –ilegal desde el punto de vista del derecho internacional, pues contraviene el memorando de Budapest (1994)– ha sido el despliegue de tropas en Crimea. La respuesta de Kiev ha sido acelerar el proceso de integración en la UE y la OTAN, echando más leña al fuego. La crisis de Ucrania se ha convertido en un pulso entre ambos.
Ucrania no puede convertirse en el campo de la victoria o de la derrota de Rusia o de Occidente. Hay que poner fin a las injerencias, exigir que se detenga la escalada de violencia y se evite, así, la posibilidad de una guerra y la confrontación fratricida. Ucrania tiene que ser una nación soberana. Corresponde a los ucranianos y a nadie más decidir su futuro, libres de presiones. De todas las organizaciones multilaterales, la OSCE parece a día de hoy la más indicada para garantizar la supervisión de un diálogo entre todas las partes implicadas que permita una salida democrática en la que sean los ciudadanos de Ucrania quienes decidan su propio futuro. En Ucrania termina Europa y empieza Rusia. El país lo tenía todo para convertirse en el terreno para el necesario reencuentro entre ambos mundos. Forzando su elección entre una u otra, sólo se la empuja al abismo.