La historia de la humanidad la han escrito tiranos y genocidas que, sintiéndose inviolables, han actuado con total impunidad. La ausencia de un sistema de enjuiciamiento global ha abonado el campo para aquellos que, ante la inexistencia de mecanismos judiciales de persecución y sanción más allá de las fronteras de su país, actuaban sabiéndose impunes. Bastaba con blindarse legalmente ante los propios tribunales, usando la fuerza y la intimidación, para salir indemne de cualquier actuación criminal. Una buena ley de punto final, por ejemplo.
Ante ello, los años noventa vieron nacer un incipiente sistema internacional de justicia que rompía con esta situación. Así fue el caso de los tribunales para los crímenes cometidos en la Antigua Yugoslavia, o los de Ruanda en 1994.
Este proceso culminó en 1998 con la adopción en Roma del Tratado por el que se creaba la Corte Penal Internacional, con jurisdicción global sobre crímenes de guerra, genocidio y crímenes de lesa humanidad.
Junto a ello, las leyes de un creciente número de países permitían a los tribunales nacionales conocer de este tipo de crímenes a nivel internacional. Tal era el caso de España. Desde la Segunda Guerra Mundial, más de 15 países en el mundo han ejercido la jurisdicción universal para este tipo de crímenes.
La jurisdicción universal permitía hasta ahora a los tribunales españoles conocer de crímenes de lesa humanidad, genocidio o crímenes de guerra, incluso cuando estos crímenes no hubieran sido cometidos en suelo español e incluso si eran cometidos por antiguos responsables gubernamentales e incluso jefes de estado.
El artículo 23.4 de la Ley Orgánica del Poder Judicial establecía que la jurisdicción española sería competente de los hechos cometidos “por españoles o extranjeros fuera del territorio nacional” en una lista de supuestos muy amplia. Al no discriminar por nacionalidad ni lugar donde fuera cometido el crimen, su alcance era universal.
El caso más conocido de aplicación de la jurisdicción universal en España fue la detención en Londres del dictador Augusto Pinochet. Pinochet nunca llegó a sentarse en el banquillo, pero el caso fue un hito incuestionable en la persecución internacional de criminales y sentó un precedente con importantes consecuencias legales. Los crímenes del franquismo investigados actualmente en Argentina responden a esta lógica.
La jurisdicción universal ha llegado incluso a restringir el desplazamiento de algunos líderes políticos como es el caso de Henry Kissinger, perseguido por más de una jurisdicción nacional.
¿Por qué es importante que los tribunales nacionales complementen el alcance de la Corte Penal Internacional? Principalmente, porque hay muchos países que no han ratificado el Estatuto de la Corte, y que por lo tanto están fuera de su alcance. Es el caso de EEUU, o de China. Además, la Corte sólo puede conocer de casos cometidos a partir de 2002, y por lo tanto muchos crímenes quedan excluidos de su actuación. La existencia de mecanismos nacionales permite pues llenar este vacío que aún existe.
Muchos argumentan que un tribunal español no es quién para inmiscuirse en un asunto que nada tiene que ver con España. Tal y como han señalado Amnistía Internacional y otras organizaciones de defensa de los Derechos Humanos, existen crímenes que suponen una amenaza global, como lo son casos de crímenes de guerra, genocidio o lesa humanidad, y cualquier Estado tiene la obligación moral de perseguirlos, y también legal, en función de los compromisos internacionales adquiridos tras suscribir distintas Convenciones Internacionales de protección de los Derechos Humanos.
Lamentablemente, durante el trienio negro de Zapatero, el PSOE no lo entendió así. Presionado por la diplomacia china e israelí, el Gobierno modificó el artículo 23.4 con el objetivo de limitar la competencia de la justicia española a los casos en que los criminales estuvieran físicamente en España o cuando la víctima fuera española o tuviera “algún vínculo con España”. El impacto del artículo 23.4 dejó por lo tanto de ser universal.
Hoy el PP pretende dar carpetazo exprés incluso a los supuestos que no tocó Zapatero. Lo hará alarmado y presionado tras la orden de detención emitida por el juez Moreno contra el ex presidente Jiang Zemin, el exprimer ministro Li Peng y otros tres dirigentes del PCCh por el “caso Tíbet”. Si sale adelante, la jurisdicción quedara limitada a cuando “el procedimiento se dirija contra un español o un ciudadano extranjero que resida habitualmente en España o se encontrara en España y cuya extradición hubiera sido denegada por las autoridades españolas”. La reforma parece específicamente diseñada para frenar el caso contra los dirigentes chinos, limitando determinados supuestos impidiendo así que esta querella salga adelante.
Adiós justicia universal. España renuncia así a ser un campeón internacional en la protección de derechos para plegarse a los intereses de las grandes potencias.
Es sintomático también que quien haya logrado un cambio en la legislación española haya sido China. La voluntad de contentar al nomenclátor, y de seguir haciendo el papel de “mejor amigo europeo de China”, como gusta recordar a nuestros halcones ibéricos, ha cedido a las presiones. China es hoy uno de los principales acreedores de deuda pública española, y un socio comercial de primer orden. Y al parecer, es también quien nos dicta ahora las pautas de la protección o no de los derechos a nivel internacional. ¡Qué penoso papel el europeo!
Más allá de aquellos relacionados con China, la reforma dará también carpetazo a una docena de casos abiertos, como es el del asesinato del cámara de Tele 5 José Couso en Irak. España había contribuido a limitar el espacio territorial global donde reinaba la impunidad. Hoy retrocede. El PP contribuye con esta reforma a hacer del mundo un lugar más peligroso.